La mayoría de
las personas tiene una afición o hobby o como lo queráis llamar…bueno una o
varias, pero todos tenemos al menos una afición independientemente de su
rareza. En mi caso es escribir. Me encanta escribir sobre lo que sea, sin tener
en cuenta el número de páginas o si va a haber un final o no. La cosa es
escribir.
Es una afición
que tengo desde que era un chaval que apenas levantaba sombra en el suelo.
Recuerdo aquella navidad en la que mis padres, disfrazados de reyes magos, me
trajeron una Olivetti nuevecita para mí solo, mi querida máquina de escribir
mecánica, nada de netbooks ni portátiles, ni nada de eso. Fue un regalo del que
mis padres se arrepintieron pocas semanas después al tener que aguantar el
constante repiqueteo de las teclas rebotando contra del papel mientras me
sumergía en mis historias de Harry el sucio luchando contra una invasión
extraterrestre o como Oliver Aton llegaba a ser el delantero centro del Real
Madrid desde su new team japonés.
Por desgracia,
ahora escribo mucho menos pues casi no tengo tiempo entre el trabajo, las
clases y el entrenamiento, aunque de vez en cuando las profes nos mandan algún
trabajo y ahí aprovecho para dar salida a mi diarrea verbal rememorando viejos
tiempos plagados de buenos recuerdos…salvo uno. Muchos de mis proyectos se han
ido quedando en la cuneta del olvido debido a muy variadas causas. Unos más
importantes que otros, unos más dolorosos que otros…durante casi dos décadas
quise poner por escrito todas las historias y recuerdos que mi abuela me
contaba cuando era pequeño y no tan pequeño, pero las prisas, siempre las
dichosas prisas, me obligaban a postergarlo. “Abu prepárate que el fin de
semana me paso por tu casa que voy a empezar a escribir tus memorias…y ya de
paso me preparas uno de esos cocidos tan ricos que haces”, pero siempre salía
algún plan. “Otro día será” me decía siempre. Hasta que ya no pudo ser.
Enferma de
cáncer de estomago, en la cama de la habitación del hospital, conectada a
varios tubos y con la máscara de oxígeno puesta, me hizo señas para que
acercara a la cama, se quitó la mascarilla y trato de decirme algo pero solo un
susurro pudo escapar de su debilitada garganta, así que acerque mi oreja a su
boca a tiempo para oír como decía” en mi mesilla, en mi mesilla”. Abrí el cajón
y no encontré nada y cuando me volví para decirle que no había nada en el
cajón, ya se había dormido. Esa fue la última vez que la vi con vida. Dos días más
tarde murió y no volví a pensar en ello. Pasadas unas semanas nos sentimos con
la fuerza suficiente como para empezar a recoger sus efectos personales.
Entonces recordé lo último que me dijo, me acerque a su mesilla, abrí el cajón
y dentro encontré una pequeña libreta con las tapas muy gastadas y con solo
tres palabras escritas con la característica caligrafía rota de mi abuela: “Memorias.
Para Dani”.
Seguro que
algun@s podéis imaginar la tormenta de sentimientos que, todos a la vez, me
golpearon como si fuera el saco de boxeo de Paquiao. Y por encima de todas
ellos, arrepentimiento por todas las oportunidades perdidas. Y es que como
seres humanos que somos, algunos más que otros, el arrepentimiento es inherente
a nuestra condición, es decir, hagas lo que hagas, escojas la opción que escojas,
probablemente te acabaras arrepintiendo. Así que puestos a arrepentirse, mejor
que sea por las cosas que hagas y no por las cosas que no hagas, así al menos
que te quiten lo bailao.
Aquella fue la última de todas las cosas que me enseñó
mi abuela…¡¡¡y cuánta razón tenía!!!